2 de mayo de 2011

Aprendiendo a soñar



Fuera hay una terraza, desde donde puede verse todos los colores del día. El blanco azulado del amanecer, ese que ya se ve demasiado lejos a estas horas, pero que seguro volverá a ocurrir mañana. El amarillento de la tarde que ya también quedó atrás, el que acompaña en la calle los pasos sordos de los que vuelven cabizbajos de sus rutinas, a las que mañana volverán a no ser que alguien les muestre que existe un lugar mejor en el que se puede ser  feliz para siempre. Y el gris de cuando anochece, como ahora, que no es blanco, ni es negro. El de la hora a la que uno queda solo en esa terraza, y decide de qué color pintar todos los grandes edificios que se acercan de frente. Y a ratos son blancos y a ratos negros. A ratos amanece y a ratos cae repentinamente el sol tras ellos.
 Dentro suena música agradable y arde alguna que otra vela, de olor suave, como el soplo de aire que entra desde fuera donde ya está oscuro. Hay un mueble viejo, como un corazón con cajones llenos de recuerdos, mitad útiles, mitad tontos, pero todos necesarios para no perder la esencia de lo que eres allá donde vayas. Las paredes están un poco gastadas, dejando ver que no eres el único que pasó por allí. 
Hay una piel suave y cálida, demasiado cálida para esta época del año. Un hombro desnudo y un cuello escondido tras dos tirabuzones negros que caen, dejando un hueco aún más cálido, en el que cuando metes la nariz resuenan las palabras, provocando un eco incesante entre los edificios de ahí fuera que pintaste de blanco.  
Unas cortinas baratas se mueven hacia delante y atrás y se hinchan con la brisa que entra, como las ganas, para luego volver otra vez a su sitio. Como si siempre hubiera estado  allí, una espalda desnuda curvada, que empieza en mis labios y acaba en los pliegues de unos vaqueros con un cinturón muy fácil de desabrochar.  Tan fácil que hace blanco del gris. 
Y acaricio sus labios con la mirada mientras me hablan. Y recorro su espalda con mis dedos mientras compartimos cosas sin importancia, como esas charlas de tarde de domingo, sin prisa, relajada, en las que uno gesticula amablemente y deja salir una carcajada de vez en cuando.
Fuera el viento mece las ideas, de un extremo al otro, del blanco al negro. Y el tiempo pasa mientras amanece y cae el sol varias veces en un mimo día.
Dentro las heridas cicatrizan y se borran dejando la piel sana, para que no duelan las nuevas caricias. 
Ilusionado por estrenar zapatos nuevos, aunque sin  saber si esta vez serán más cómodos o si la herida será aún mayor. Los dedos se extienden y dejan de recorrer para empezar a acariciar. Mientras, sus dedos llegan a mi cara, y los míos hasta aquel cinturón fácil.
Fuera pasa el día, con todos sus colores y edificios. Llueve, sale el sol y vuelta empezar. Decido cerrar las ventanas. Pero eso sí, desde dentro.

1 de mayo de 2011

Un capítulo más

Los días pasan como hojas de un libro.
Lo que estuvo delante ahora queda detrás.
Aprendo de las que pasan,
 me inquietan las que quedan por llegar.
Sumo hojas a lo vivido,
resto de lo que vendrá.
Y a cada hoja un sentimiento nuevo conmigo,
a cada suma un dolor más.
Y por cada resta en el camino,
un recuerdo más al desván,
como polvo que se queda de inquilino,
hasta que alguien lo venga a limpiar.
Quisiera tirar trastos viejos
que cada día pesan más,
que en esta azotea no hay ya sitio
para más hojas de miedo y ansiedad.
Y despejar el camino que va del pecho al desván,
por si alguien quiere subir a habitar
este nido de madejas que no consigo desatar.
La utopía de un nuevo libro
y de alguien que lo lea hasta el final.
Hoy me planto en esta hoja,
en este capítulo sin acabar,
porque esta madeja es ya muy larga,
se enreda y no me deja caminar.
Quiero leer estas frases contigo,
las próximas ya se improvisarán.
Que se encargue de ello el destino,
que los créditos se escriben siempre al acabar.