El dicho y el hecho siempre fueron amigos de los que saben
guardar las distancias. En muchas ocasiones nos gustaría hacer lo que decimos. Sin
embargo, a veces nos falta valor para decir lo que realmente haríamos.
Pero sé que aún existe también ese tipo de personas cuyo decir y hacer intiman hasta alcanzar el bienestar de la honestidad. O bien hasta rozar la más absoluta hipocresía. Porque decir y obrar en consecuencia, sin lugar a dudas, puede llegar a ser el acto más hipócrita que uno puede cometer consigo mismo, cuando aquello con lo que se guarda las distancias, es con lo que realmente se siente. Es la hipocresía de la renuncia y el abandono. Es un chantaje paternal al corazón, tan válido, permisible y a veces necesario como el que se le hace a un niño que no sabe lo que le conviene. Y como un niño amenazado, cuando su padre está durmiendo, hay corazones que revientan y lloran en silencio, en la tregua de la soledad.
En escenarios como este, hay quien grita su guión. Hay quien alza la voz y el cuerpo mientras se siente por dentro callado y quieto. Yo siempre fui un público despierto, de los que observan atentamente cada grito y cada gesto. De los que ve llorar el corazón por dentro.
En los últimos tiempos he intimado bastante con alguien a quien apenas conocía. Alguien que he descubierto que tiene ese lado honesto en el que dice y hace lo que siente. Pero hipócrita como el que más cuando su cabeza y su corazón no llegan a un acuerdo. Así he descubierto que soy; honesta e hipócrita. Por eso, cuando veo un corazón llorando, por más que quisiera no verlo, nada me resulta incomprensible, imperdonable ni ajeno.
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