Hace poco le contaba a alguien que mi hábito de escritura, o
quizá mi necesidad de ella, había fluctuado mucho a lo largo de los años. Y no depende necesariamente de que sea un buen
o mal momento. No depende de lo feliz o desgraciado que seas.
El estado de plena
euforia o felicidad nos hace sentir vivos. Y a veces ese tipo de sentimientos
inspira, desata el optimismo y con él la imaginación. Otras épocas felices sin
embargo, nos mantienen callados durante largo tiempo, disfrutando simplemente
del momento.
La desgracia, a veces, también nos paraliza en otros quehaceres
más cotidianos. Pero lo cierto es que la tristeza, la decepción, el rencor, o
la soledad, siempre fueron también un gran motor para lanzar palabras sobre un
papel, para vomitar todo eso que nos ensucia por dentro. A veces simplemente
para revolcarnos un poco más en toda esa suciedad. Es un acto muy típico de los
“tristes”, cuando lo somos, hacer algo así. Una especie de auto-flagelación. A
veces incluso diría que pareciera consolar acabar haciendo un bonito verso de
alguna de las mierdas que nos atormentan.
Nos sentimos de algún modo liberados. Al fin y al cabo no es
más que la capacidad (diría necesidad) de poner pedazos de historias sobre la
mesa. Y cuantos más hay sobre ella, menos van quedando dentro. O eso quiero
creer.
En mi caso hay un factor adicional, e importante, que es la
necesidad de poner orden; siempre fui un auténtico desastre, una máquina de
fabricar caos. Sólo hay que echarle un
vistazo a mi casa, mis cuadernos, mis horarios, mi armario, o mi cerebro. Nada importante puede pasar por mi cabeza sin
que necesite sacarlo y ordenarlo desde
fuera. Y cuando digo nada, no exagero,
aunque muchas de esas palabras ordenadas nunca caigan por aquí, aunque se
queden guardadas como infantiles páginas al estilo diario. O como otras, que
tienen más miseria que retórica y prefiero guardarlas donde todos guardamos
nuestras miserias, como mucho en manos de quien las conoce bien…
En definitiva; las palabras salen sencillamente cuando algo
las empuja. Y con el tiempo me he dado cuenta de que es una buena herramienta
para medir mi actividad cerebral. Una especie de termómetro que nos indica los
estados febriles de la mente, del alma, del corazón o como queramos llamarlo.
Picos de actividad donde algo se mueve, sea bueno o malo.
Sólo recuerdo una etapa “no febril” en mi vida, en la que no
salían palabras, en la que parecía que no había nada a mi alrededor que
ordenar. Si eso es estar sana, no quiero
volver a estarlo nunca más.
Superado el martes con esta versión que hoy me ha apetecido poner en "repeat"