Fuera hay una terraza, desde donde puede verse todos los
colores del día. El blanco azulado del amanecer, ese que ya se ve demasiado
lejos a estas horas, pero que seguro volverá a ocurrir mañana. El amarillento
de la tarde que ya también quedó atrás, el que acompaña en la calle los pasos
sordos de los que vuelven cabizbajos de sus rutinas, a las que mañana volverán
a no ser que alguien les muestre que existe un lugar mejor en el que se puede
ser feliz para siempre. Y el gris de
cuando anochece, como ahora, que no es blanco, ni es negro. El de la hora a la
que uno queda solo en esa terraza, y decide de qué color pintar todos los
grandes edificios que se acercan de frente. Y a ratos son blancos y a ratos
negros. A ratos amanece y a ratos cae repentinamente el sol tras ellos.
Dentro suena música agradable
y arde alguna que otra vela, de olor suave, como el soplo de aire que entra
desde fuera donde ya está oscuro. Hay un mueble viejo, como un corazón con
cajones llenos de recuerdos, mitad útiles, mitad tontos, pero todos necesarios
para no perder la esencia de lo que eres allá donde vayas. Las paredes están un
poco gastadas, dejando ver que no eres el único que pasó por allí.
Hay una piel
suave y cálida, demasiado cálida para esta época del año. Un hombro desnudo y
un cuello escondido tras dos tirabuzones negros que caen, dejando un hueco aún
más cálido, en el que cuando metes la nariz resuenan las palabras, provocando
un eco incesante entre los edificios de ahí fuera que pintaste de blanco.
Unas cortinas baratas se mueven hacia delante
y atrás y se hinchan con la brisa que entra, como las ganas, para luego volver
otra vez a su sitio. Como si siempre hubiera estado allí, una espalda desnuda curvada, que
empieza en mis labios y acaba en los pliegues de unos vaqueros con un cinturón
muy fácil de desabrochar. Tan fácil que
hace blanco del gris.
Y acaricio sus labios con la mirada mientras me hablan. Y
recorro su espalda con mis dedos mientras compartimos cosas sin importancia,
como esas charlas de tarde de domingo, sin prisa, relajada, en las que uno
gesticula amablemente y deja salir una carcajada de vez en cuando.
Fuera el viento mece las ideas, de un extremo al otro, del
blanco al negro. Y el tiempo pasa
mientras amanece y cae el sol varias veces en un mimo día.
Dentro las heridas cicatrizan y se borran dejando la piel
sana, para que no duelan las nuevas caricias.
Ilusionado por estrenar zapatos
nuevos, aunque sin saber si esta vez serán
más cómodos o si la herida será aún mayor. Los dedos se extienden y dejan de
recorrer para empezar a acariciar. Mientras, sus dedos llegan a mi cara, y los
míos hasta aquel cinturón fácil.
Fuera pasa el día, con todos sus colores y edificios. Llueve, sale
el sol y vuelta empezar. Decido cerrar las ventanas. Pero eso sí, desde dentro.